Caminaba lentamente girando suavemente la cabeza a izquierda y derecha del sendero para apreciar el color de lo que le rodeaba. A Joan le gustaba especialmente esa hora de la tarde en la que el sol parecía ceder su protagonismo y dejar que la luz tenue reflejase con más matices la naturaleza de lo que le envolvía.
Los detalles, ay, los detalles -se dijo a sí mismo- cuantas veces los había pasado por alto absorbido por conseguir lo que se había propuesto en la vida. Y sin embargo con el tiempo había aprendido a reconocer que eran más determinantes de lo que su obsesión por mantener el rumbo de su vida le había permitido apreciar.
Se inclinó para dejarse llevar por la visión de un lirio silvestre orillado al borde del camino y aspiró fuertemente el olor de las hierbas que le acompañaban. Era la primera vez que, en su paseo vespertino, había desconectado su potenciador y disponía solamente de su cerebro natural.
Sonrió, recordando que los nuevos hechiceros como él los llamaba, le habían aconsejado no hacerlo. Le insistían en que, cuando quisiera, podía dejar en standby el control mental del chip que llevaba incorporado y reactivarlo en milisegundos si lo necesitaba.
Pero Joan estaba decidido a recuperar las sensaciones de un homo vulgaris, pues esta era la forma en la que, con un desprecio nada disimulado, llamaban los potenciados a los miembros de la especie heredera de los sapiens. Para ellos el no poder disponer o no querer utilizar los dispositivos que la ciencia de final del siglo XXI había logrado perfeccionar era como si los australopitecos se hubieran negado a seguir evolucionando.
Los investigaban como si se tratase de una reserva en extinción con la secreta complacencia de quien se considera superior, pero Joan sentía un fuerte impulso a experimentar en carne propia como era ser como ellos.
Luis, su mejor amigo, lo trataba de ciborg arrepentido y con afecto y una cierta preocupación le decía, medio en serio medio en broma, que para que él sintiera ese deseo con tanta fuerza, algo debía haber fallado cuando le hicieron el implante del multichip potenciador.
Había llegado al punto más alto de su recorrido y se detuvo para contemplar las montañas, los prados, las casas. Por un rato no filtraría las ondas que le llegaban, no dejaría que los parámetros que él había configurado en su potenciador le dieran acceso a las informaciones que activaban su cerebro.
En realidad se sentía como un impostor. Sabía que esas vueltas atrás eran imposibles, pura ficción, pero no podía dejar de pensar en desconectarse completamente aunque no más fuera por un breve tiempo. Seguramente, como decía Luis, algo había fallado en él porque no era lógico que un cerebro que había crecido y se había estructurado con el implante sintiera añoranza de algo que no había conocido.
De hecho cuando se había intentado relacionar con vulgaris había sido un rotundo fracaso. No había conseguido entenderles. No los despreciaba como muchos otros, pero no lograba comprender lo que pasaba por su cabeza. Los veía como presos de emociones incontroladas que les hacían ver la realidad de una manera que a él se le antojaba completamente deformada y estresante.
Y sin embargo no podía evitarlo, anhelaba ese rato de desconexión completa para recuperar la motivación de estar vivo y calmar la angustia que, a su pesar, le atormentaba.
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