Vienen y se
van. Hay personajes que aparecen en medio del misterio, dejan un halo que el
recuerdo envuelve en una bruma que el sol atraviesa fugazmente para acabar
disolviéndose no sin antes dejar un rastro más profundo que el que su corta
presencia aventuraba.
Euemio fue
uno de ellos. Llegó solo con un zurrón y solo pudo saberse que venía de
Honduras. En una comarca cercana a la población de Chichigalpa buscó a quién
parecía tener más autoridad y le propuso juntar a los niños de las fincas
colindantes y darles clase.
Nadie sabe
a ciencia cierta lo que hablaron, pero Severino le creyó y decidió ayudarle.
Todas las tardes cuando acababa su jornada de trabajo en la finca cenaba
frugalmente como era su costumbre y visitaba a sus vecinos para hablarles de
las bondades de que sus hijos supieran leer y escribir.
Con pocas
palabras, pero llenas de convicción intentó conseguir su aprobación. Los padres
de familia le escuchaban con amabilidad y respeto. Le sirvieron la mejor chicha
de la que disponían, pero no aceptaron su propuesta. Los chavalos debían ayudar
a sus padres en el campo y las chavalas a sus madres en las casas, ¿de qué les
serviría saber algo más que lo básico?. No podían permitirse ese malgasto de
una energía que necesitaban para sacar a sus familias adelante.
Severino
volvió resignado y le dijo finalmente a Euemio que no había podido conseguir
parroquianos para esa escuela que juntos habían imaginado. El hondureño le dijo
entonces que, en realidad, era profesor de música y fabricante de instrumentos
y que tal vez podía enseñar a sus hijos estas habilidades.
A Severino
se le iluminó la mirada. Siempre había sentido una admiración por aquellos que
eran capaces de hacer que la vida fuera mucho más que el duro trabajo diario
gracias a unos sencillos instrumentos y a unas notas que lograban darle a esa
gente fatigada y agobiada la posibilidad de despegar de su cruda realidad. Le
dijo a Euemio que no podía ofrecerle más que techo y comida para mientras
encontraba algo mejor, pero que, con gusto, les diría a su hijo mayor y a sus
dos hijas que siguieran sus lecciones. Una fuerte encajada de manos siguió al
acuerdo y el profesor de música se puso enseguida a la tarea. El muchacho y las
muchachas abrazaron entusiasmados la propuesta de su padre porque ya sentían
afecto por ese extranjero de quién nadie, salvo quizás Severino, sabía de qué
iba huyendo, pero que les abría las puertas de un nuevo mundo. Fueron unos
meses alegres. Las cenas eran muy animadas y los hijos enseñaban a Severino sus
progresos tanto en el arte de interpretar canciones como en la elaboración de
guitarras y mandolinas.
Severino
sonreía con amplia satisfacción y la madre, doña Justa, se lo miraba con una
intriga no exenta de una cierta suspicacia. ¿Tendría aquello alguna continuidad
o sería un mero pasatiempo que acabaría con una nueva frustración?
Las
prevenciones de doña Justa parecieron confirmarse cuando una noche después de
cenar Euemio anunció que debía marcharse y continuar su camino.
Se hizo el
silencio y los alumnos de aquel profesor improvisado, Andrés, Martina y Justina
no ocultaron su tristeza. Pasados unos minutos, Severino, sin mediar palabra,
se levantó parsimoniosamente de la mesa y se fundió en un abrazo con Euemio. El
hijo menor, Cristóbal, que por su edad no había podido seguir las clases,
recogió el sentir de todos y comenzó a manifestar su inquietud. Doña Justa se
aprestó a consolarlo y salió con él para calmarlo y conseguir que se durmiera.
Euemio
partió al amanecer y nunca se supo más de él, pero sus aprendices cultivaron
todas su vida lo que habían aprendido y deleitaron toda su vida a sus familias
y amistades con ello.
Cuentan que
aquel niño pequeño, Cristóbal, muchos años después y ya próximo a la muerte
abrazaba a su guitarra como, seguramente, hubiera querido hacer con el propio
Euemio.
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