La creatividad humana tiene dos caras y aplicada a la maldad puede llevarla hasta extremos que cuesta imaginar. La crueldad y el sadismo serían impensables en otras especies.
Y siempre comienzan por deshumanizar al otro porque ni el más psicópata de los psicópatas aguantaría torturar a alguien a quien verdaderamente considerara su semejante. Sería un boomerang que acabaría por destruirle!
En 1977 Abraham era un muchacho de quince años insertado en una familia evangélica de creencias firmes y prácticas robustas. Cuando la guardia somocista empezó a sentir que podía perder el control de Nicaragua se decidió a contratar militares de otros países que podían aplicar el terror sin peligro de que aflojaran por consideraciones de cercanía familiar o territorial. Así, sin vínculos, era más fácil despojar de humanidad al enemigo y convertirlo en un monstruo que justificase, a su vez, las monstruosidades ejercidas sobre él.
Abraham tuvo la mala suerte de llamarse como el alias de un combatiente guerrillero que se les había escapado. Enceguecidos por el odio y el miedo le atraparon y le torturaron sin descanso ni límites. Un muchacho de quince años que sabía poco más que salmos bíblicos.
Desde la época de Sandino y su coro de ángeles los esbirros del poder constituido no se detenían en la edad de aquellos a quienes atrapaban y aquellos mercenarios de rasgos orientales devolvieron a Abraham a su familia sin un solo hueso en su lugar ni una uña en sus dedos.
La conmoción que causó el crimen en Chichigalpa, su pueblo, y en el resto del país fue impresionante y fue un grano de arena más para colaborar en que Somoza fuera finalmente derrocado.
En ocasiones sólo una maldad tan absoluta puede despertar unas conciencias dormidas, pero cuando lo hace, éstas se vuelven imparables. Eso fue, en resumen, lo que pasó en la Nicaragua de finales de los años 70
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