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La mujer que escribía en las vigas

El cómo tratan las sociedades a aquellos de sus miembros que pierden la chaveta de tanto en tanto o permanentemente dice mucho acerca de ellas.

En Chichigalpa, departamento de Chinandega, Nicaragua, una familia descubrió consternada que Juana Solórzano, quién a la sazón contaba más de setenta años utilizaba el carbón de la cocina para escribir en las vigas. Cómo era capaz de encaramarse para ello era un misterio, como también lo era el significado aparente de lo que escribía.

Juana había sido una mujer muy activa, pero cuando se quedó sola al volar sus hijas hacia otros nidos  y morir su marido  fue haciendo cosas cada vez más extrañas en el sentir de la gente que tenía contacto con ella.

Lo de escribir en las vigas fue una más, pero condujo a que sus hijas decidieran que no podía continuar viviendo sola porque cualquier día se caería de una escalera u otro instrumento que utilizara para llegar al techo puesto que ella nunca consintió en explicarles como era capaz de encaramarse hasta las vigas.

Muchos sospecharon que aquellas frases escritas como en clave escondían un secreto que Juana había guardado por largos años, pero nadie consiguió descifrar lo más mínimo.

Se sabía, eso sí que, de adolescente, Juana había estado enamorada de un muchacho que emigró con sus padres a USA y del que, a pesar de las muchas cartas que le escribió a la dirección que unos pacientes le dieron, nunca recibió respuesta.

Lo que la gente no sabía es que Juana y Diego, que así se llamaba el muchacho, habían inventado un código propio de comunicación antes de que él partiera.

Nada nuevo puesto que muchos adolescentes antes y después lo hicieron, pero éste código tenía una peculiaridad que lo hacía especial y que explicaba la supuesta incoherencia de los escritos de Juana. Era simple pero efectivo. Consistía en intercambiar los principios y los finales de dos frases.

Por ejemplo “Quien viste de amarillo  a su hermosura se atiene” y “camarón que se duerme se lo lleva la corriente” quedarían como “a quien viste de amarillo se lo lleva la corriente” y “camarón que se duerme a su hermosura se atiene”.

Estas frases deberían aparecer entre otras de sentido religioso o saludos convencionales para que sólo el que estaba al tanto del código supiera cuales eran las frases que debía recombinar.

Fueron tantas las cosas que a Juana le quedaron por decirle a Diego que muchos años después, con toda una vida por medio, un matrimonio feliz y una familia plena sin grandes sobresaltos, Juana, sintiendo llegarle pronto la hora de la partida tuvo la imperiosa necesidad de comunicar a Diego sus más íntimos sentimientos con la secreta esperanza de que si alguna vez regresaba y preguntaba por ella le enseñaran las vigas y él entendiera su mensaje.

Muchos de los que consideramos locos sencillamente tienen su código, pero al menos a Juana no la encerraron, sólo la protegieron por unos años de una caída que, de todos modos, se produjo.

Finalmente, cuando Juana percibiendo que no podría escribir más, pensó que se le había quedado algo importante por decirle a Diego, entró de escondidito a la trastienda de la casa del vecino donde éste guardaba una escalera que tenía olvidada y cubierta en el pajar y sigilosamente se la llevó hasta la casa. Allí, con un carbón que había logrado sustraer de una inusual comida que su hija había organizado, subió un peldaño y escribió en la pared de encima del fogón la frase, esta vez sin ninguna partición, “Solo he querido que mi amor haya sostenido tu felicidad en la distancia”.

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