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El reencuentro

Hay quien defiende que lo material es lo que determina la evolución humana. Hay, sin embargo, quien considera que es lo simbólico, o espiritual si se prefiere, lo que verdaderamente hace al ser humano digno de ese nombre.

Pocos son, por el contrario, los que exploran a fondo la intrincada relación entre lo uno y lo otro. Uno de ellos fue Marcel Mauss quien profundizó en como el intercambio de regalos asienta y consolida las relaciones humanas.

El vinagre de banano es altamente apreciado en el entorno de las poblaciones situadas en las proximidades de la United Fruits, la Standard y todas esas macroempresas estadounidenses que extendieron sus tentáculos por Centroamérica.

Don Julio lo preparaba con esmero y se lo ofrecía a doña Juana quien le correspondía con wirilas, tortillas de maíz tierno, acompañadas con queso. Esos intercambios mantenían el calor de una amistad surgida, como la mayoría de las más profundas, en momentos de gran dificultad.

A don Julio el nacer muy pobre le había llevado a la vida nómada de los obreros agrícolas: hoy en la zafra, mañana en el banano, pasado mañana quién sabe….

En una época de su vida trabajaba como vigía de la bananera cerca del Guanacastal y disponía de una modesta champa que compartía con su mujer, doña Luisa y sus dos hijos, Jacob y Aida. Su relativa estabilidad le permitió sentirse algo más seguro en su relación con los campesinos de la zona que desconfiaban de esos nómadas. Al no tener arte ni parte en el territorio más que temporalmente, eran sospechosos, a veces con razón, de arrasar con aquello que, no bien guardado, estuviera a su alcance.

De esa forma, don Julio se armó de valor y se atrevió a pedirle a su vecina, doña Juana, que le proporcionara un litro de leche para darles a sus muchachitos mientras iba a trabajar ya que su mujer, que acababa de parir, permanecía en el hospital porque el bebé nació “sin culito”.

Doña Juana no sólo le proporcionó la leche sino que le ofreció quedarse con Aida y con Jacob mientras su padre trabajaba y su madre seguía en el hospital.

Tal generosidad imprevista produjo honda impresión en don Julio, quien, desde entonces, profesó una amistad incondicional por doña Juana y don Salvador, su marido.

Los niños de ambas familias jugaron juntos muchas lunas hasta que, improvisadamente, don Julio hubo de partir para trabajar en otro lugar y ya no regresaron.

Fue, después de casi veinte años y con la revolución sandinista por medio, cuando un azar venturoso los volvió a reunir.

Una de las hijas de don Salvador y doña Juana se graduó como abogada y fue a trabajar a la corporación estatal del azúcar en la capital, Managua. A la sazón don Julio trabajaba como vigilante y hombre para todo en la misma corporación y fue al ir a pedir un favor a la asesora legal y, como consecuencia, al escribir su nombre y apellidos, ella cayó en cuenta de quién era.

Había transcurrido tanto tiempo que, al inicio, no se reconocieron a pesar de que, por petición de una colega enfermera, María, la abogada, le había puesto una inyección a doña Luisa y habían mantenido desde entonces una relación bien cordial con el habitual intercambio de pequeños presentes.

Una vez reconocidos, viajaron después hasta Chichigalpa, para el reencuentro de las dos familias al completo y los abrazos fueron intensos y emocionantes.

El viento que sopla caprichosamente no logra arrastrar las plantas enraizadas, pero mueve las hojas en direcciones imprevisibles y a veces, sólo a veces, produce reencuentros que, con su explosión de alegría, generan esos momentos de mutua compenetración entre gentes de orígenes y modos de vida muy diferentes. Es entonces cuando la vida adquiere un toque dulce en medio de la amargor o de la simpleza cotidiana.

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