El compromiso de Santiago con la revolución sandinista era completo. De ser un muchacho desinhibido que fumaba marihuana y tomaba guaro alegremente con sus compañeros de universidad había pasado a una dedicación absorbente como sólo puede ser la de la clandestinidad.
Su posición era compartida por su madre y sus hermanas, pero una de ellas, Griselda, que estaba casada con el hijo de un importante somocista, sufrió una de las rupturas familiares que provocan los cambios sociales profundos en carne propia.
Al principio, Sebastián, que así era llamado el compañero de Griselda, fue uno más de los que, entre otras acciones, realizaron atracos para financiar al frente sandinista. Pero, al caer herido, su padre, que descubrió entonces la colaboración de su hijo con el odiado enemigo, le montó una guardia militar en el hospital para impedir que sus compañeros le visitaran.
Sebastián no supo de ello y, muy dolido por las ausencias, no quiso atender a sus explicaciones y al salir del hospital rompió con su familia política y se llevó a Griselda y a sus hijas a Miami abandonando cualquier compromiso revolucionario.
Griselda, que había quedado embarazada de él por primera vez a los quince años y se vio obligada por su suegro al matrimonio, se sintió obligada a seguirlo y romper la relación con su hermano y el resto de su familia.
Su hermano Santiago murió más tarde en una acción pocos días antes del triunfo de la revolución sandinista y, muchos años después, a escondidas de Sebastián, Griselda fue enviando a Nicaragua algunos juguetes para sus sobrinos, los hijos de Santiago.
Esta situación continuó hasta que una trabajadora social le recriminó no haber defendido a una de sus hijas de los abusos de su abuelo, el militar somocista, Griselda, que lo ignoraba completamente, quedó conmocionada y el círculo de acción católico al que pertenecía y en el que se refugiaba de sus desventuras, no le sirvió, en esta ocasión, para calmar lo que le corroía las entrañas.
La reacción del grupo, propiciada tanto por su mentalidad reaccionaria como por la imagen que ella había transmitido de su marido y su suegro como hombres intachables, fue la de considerarla poco menos que loca cerrando filas alrededor de quien consideraban injustamente atacado.
Sebastián llegó a golpearla con dureza y sus hijas, incluida la abusada que se sentía avergonzada de que lo hubiera explicado en público, le dieron la espalda y ella murió de pena como consecuencia del gran sufrimiento que le tocó padecer.
Avanzar descalzos entre piedras puntiagudas hacia el oasis ansiado nos hiere y nos duele, pero no atreverse a hacerlo confiando en espejismos tranquilizadores nos puede llevar a la muerte tanto a las personas como a los pueblos.
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