A Wil se le había ido agriando el carácter por el hecho de vivir junto al cuartel de la guardia somocista en León, Nicaragua. Él vivía de confeccionar trajes para los guardias y estaba claro que no les despertaba ninguna sospecha porque en los días tensos próximos a la insurrección sandinista no hubieran dejado que alguien que no fuera de su total confianza viviera junto a una tapia desde la que se podían oír los gritos de los torturados. Sin embargo, Wil albergaba un profundo resentimiento hacia los guardias y, en más de una ocasión, facilitó, sin dejar rastro, la huida de algunos presos. A pesar de que los somocistas nunca tuvieron dudas sobre él, los quejidos de los que no habían podido escapar le fueron impactando de tal manera que, poco a poco, fue perdiendo su lucidez. Las desgracias, sin embargo, no suelen venir solas y a Wil le ocurrió una que acabó de doblegar su mente. Cuando preparaban la boda de su única hija, el novio, un muchacho lleno de vitalidad, viajó desd